Después, su amistad se hace más fuerte y Gus intenta hacer todo lo posible para cumplir el gran sueño de Hazel: conocer al escritor Peter Van Hounten, autor del libro favorito de la joven. Un dolor imperial es la novela del escritor, cuyo final abierto ha despertado en interés de la muchacha.
un dolor imperial pdf
Es el escritor de Un dolor imperial, el libro favorito de Hazel. Su experiencia vital, especialmente la pérdida de su hija, lo han llevado a convertirse en un ser despreciable sumido en el alcohol. Aunque durante el viaje a Ámsterdam trata muy mal a los protagonistas, finalmente aparece en el funeral de Gus para disculparse con Hazel y aclararle el final de la novela.
Y habían muerto con el gesto sencillo y gallardo de aquella gente durante aquella guerra; pero alguno respiraba aún. No hacía el menor movimiento; tenía destrozadas ambas piernas y una bala en la clavícula. No sentía dolor, sino sólo los comienzos del frío y peso en las extremidades, la inercia, que pronto sería reemplazada por el devaneo de la fiebre. Permanecía con los ojos cerrados, el rostro blanquecino, semejante -a pesar de su uniforme europeo- a uno de esos muñecos de marfil que esculpen delicadamente, los nipones. En el abandono de su letargo calenturiento reaparecía más claro el sello de la raza, lo oblicuo de los ojos, lo menudo, como rudimentario, de las facciones, la expresión mística, infantil, ingenua, de la faz, lo exiguo de la cabeza, la negrura lustrosa del lacio pelo. Nada menos belicoso que semejante fisonomía. Antes que guerrero moribundo, parecía rota marioneta, fútil y dulce juguete desechado por un niño. Y en su cerebro, las imágenes empezaban a atropellarse con lucidez febril, opresiva. Borrados todos los recuerdos del disfraz occidental, la pintoresca existencia asiática se desarrollaba con sus prestigios de color y luz, con su brillantez y su molicie suave, naturalmente artística.
El herido se erguía altivo, extasiado, y notaba al erguirse que un choque, un tilinteo de armas acompañaba la acción. Mirábase, y se encontraba vestido de viejo combatiente, de samuray o tradicional. Su mano derecha esgrimía el clásico sable, de empuñadura curiosamente trabajada por desconocido artista; su izquierda columpiaba el abanico, donde una bandada de grullas alza el vuelo en celajes nacarados puntilleados de plata. Las laminículas de su coraza jugaban sobre su pecho, y le enmascaraba el rostro una careta de expresión feroz y horrible. Ataviado así, echó a andar, descendió la escalinata, se acercó a la margen del río, rielante de colores. La muchedumbre le abría paso, las cortesanas le sonreían con enamorada humildad. Él caminaba hacia el palacio imperial, hacia los parques y los bosques de la sacra residencia inaccesible a los ojos humanos. No era posible que con aquel traje nadie le detuviese, y, en efecto, lejos de detenerle, la gente le seguía, le arrastraba en su torrencial flujo, le llevaba en volandas, en hombros, en brazos, en alto, en improvisado palanquín, no sabía él mismo cómo, pero ciertamente bogando por cima de un océano de farolitos tembladores y oscilantes, entre cuyas olas, acribilladas de luz, se anegaba a veces, viniendo las miríadas de puntos luminosos a inundar su cabeza, a quemar con reiterado picor de brasas su cuerpo, a deslumbrar y cegar sus pupilas resecas de calentura.
2ff7e9595c
Comments